A continuación, pasamos a reproducir los artículos publicados en La Tribuna de Toledo a colación del 125 aniversario de La Venta de Aires. Nuestro propósito es dar a conocer la ingente historia de este establecimiento, repasando desde su fundación (a cargo del matrimonio formado por Dionisio Aires Glariá y Modesta García-Ochoa) hasta las numerosas personalidades que han pasado por la entonces fonda (Rafael Alberti, Salvador Dalí, Richard Nixon,etc), consiguiendo con ello recalcar la importancia del restaurante para la ciudad de Toledo.
Arteaga era de los pocos que tenía coche cuando los demás ni siquiera teníamos carné de conducir. Cuando menos te lo esperabas decía: «Vámonos de fiebre», y nos metía en el coche para salir del castillo de San Servando hasta una tasca que había en la Calle de la Sillería, comandada por un andaluz barrigón capaz de encadenar gracejos sin parar mientras nos servía unos finos. Después peregrinábamos hasta El Trébol para comer alguna bomba y cambiar los vinos por minis de cerveza, volvíamos al coche y, tras no sé cuántas vueltas, acabábamos de madrugada vagando por las ruinas del circo romano, entre escombros arqueológicos, puteros de saldo y yonkis que se buscaban las venas a la luz del mechero. La fiebre se pasó cuando Arteaga se echó novia y nos dejó sin coche ni iniciativa; en cuanto al resto de los que coincidimos en alguna de esas salidas, no tengo ni idea de lo que habrá sido de sus vidas, pero eso es señal de que ninguno fuimos capaces de alcanzar el Olimpo. Supongo que esta historia que le acabo de contar le parecerá una estupidez de juventud, y no seré yo quien le lleve la contraria, pero me sirve para explicar lo que a mi entender fue ese fenómeno conocido como la Orden de Toledo.
Al igual que nosotros, unos cuantos amigos que tenían como nexo común la Residencia de Estudiantes de Madrid, decidieron institucionalizar una juerga. El Arteaga de su grupo de llamaba Luis Buñuel y tuvo la inspiración durante una imperial cogorza en la ciudad. Pensó que estaría bien arrastrar a los colegas con cerebro de la Residencia hasta las callejuelas de Toledo para dar salida a sus locuras, amparados por el alcohol, las calles mal iluminadas y el anonimato. De ese modo, el día de San José de 1923 se creó la Orden de Toledo, que se mantuvo viva hasta 1936, con unos estatutos sencillos de cumplir si se quería ser caballero: amar a Toledo sin reserva, emborracharse durante toda una noche y vagar por las calles acechando la aventura.
Gracias a lo que dejaron contado Pepín Bello, el propio Buñuel y Rafael Alberti, podemos hacernos una idea de en qué consistía una de estas farras. Un día cualquiera de diario los miembros de la Orden tomaban el tren, que necesitaba traquetear dos horas para llegar a la estación de Toledo; y desde allí subían andando hasta el centro. Normalmente se alojaban en la Posada de la Sangre, que por aquel entonces era un sitio plagado de chinches y sin agua corriente (algo bueno porque tenían prohibido lavarse durante su estancia) pero asequible para los mermados bolsillos estudiantiles y, lo que era más importante, que mantenía el mismo ambiente y tráfico de arrieros y gentes humildes con las caballerías abrevando en el patio que ya se describían en los tiempos de Cervantes. En Zocodover se tomaban el primero de muchos vinos que vendrían detrás en las tascas de las callejas. Tras la cena seguían callejeando con la ilusión de recorrer los mismos lugares que pisaron Lope de Vega, Garcilaso o Calderón de la Barca; hacían el fantasmón y se acercaban a la plaza de Santo Domingo el Antiguo, por aquello de que fue el barrio donde vivió Gustavo Adolfo Bécquer. De madrugada volvían a la posada a dormir y a la mañana siguiente, resacosos, tomaban café en Zocodover y buscaban un betunero que les lustrase los zapatos mientras se iban despertando. Entonces daba comienzo la visita turística por la Catedral, donde a veces trepaban hasta la campana gorda, Santo Tomé, la Sinagoga del Tránsito y el apostolado del Greco en su casa-museo, y calles y más calles hasta sentir el hambre del mediodía. Bajaban a comer a la Venta de Aires, que era un lugar muy modesto en las afueras (hasta la encargada y cocinera se llamaba Modesta), pequeño, con un patinillo encalado y sombreado por una parra, y allí eran bien atendidos y comían lo mismo de siempre: magras a caballo, una cacerola de perdices y un vinillo blanco de Yepes que encontraban delicioso. Y echaban la tarde charlando y recitando y pintando, y hacían pequeñas representaciones teatrales y se disfrazaban.
El pequeño detalle de calidad estaba en que quien recitaba era Federico García Lorca, quien pintaba las paredes de la venta era Salvador Dalí, y quien se disfrazaba de cura era Luis Buñuel, por no hablar de otros muchos ilustres caballeros, escuderos e invitados de escuderos, incluso invitados de invitados de escuderos. Si nos olvidamos de esas minucias, era como mi grupo de Arteaga y San Servando. Como fin de fiesta, se dirigían al Hospital de Tavera para rendir homenaje al sepulcro del cardenal cincelado por Berruguete, y volvían al tren.
En este caso, ningún libro maravilloso salió de las experiencias juveniles de la mayor concentración de talento artístico español del siglo XX, aunque Buñuel rodó Tristana, Dalí pintó algún boceto toledano, y Alberti dedicó un par de páginas de «La arboleda perdida», su libro de memorias, a estas correrías; pero todos ellos recordaron aquellas noches por el dédalo toledano, aquellas lecturas en alta voz rebotando como pelotas de frontón contra los muros de los conventos, y aquellas comilonas, como uno de los recuerdos más felices de su vida. La Venta de Aires sigue con las puertas abiertas en medio de la arena del circo por donde corrieron las cuadrigas romanas o abrieron sus tumbas musulmanes y cristianos, aunque ya no es el sitio barato y pueblerino que frecuentó la Orden de Toledo. Los bocetos de Dalí desaparecieron bajo pertinaces capas de cal. El libro de visitas cubierto de autógrafos, que hoy valdrían su peso en oro, fue quemado y sus pavesas arrojadas a un pozo durante la Guerra Civil, por el miedo de los propietarios a que las tropas nacionales vieran tal concentración de nombres republicanos en sus hojas; aunque se conserva otro de gran interés en el que Rafael Alberti dibujó una de sus conocidas palomas en recuerdo de Modesta. También sigue habiendo perdiz en la carta, y no creo que sea difícil que te sirvan un vino blanco de Yepes.
Más quebraderos de cabeza me han causado las magras a caballo, pues las descripciones de este plato son escasas. Al parecer, las magras a caballo fueron un plato que no podía faltar en las bodas hasta los años ochenta. Ibas al convite al restaurante El Merendón, cuando la Avenida de Barber sólo era un camino, o al hotel Carlos V, y te plantaban los entremeses de rigor y las magras a caballo como antesala del plato principal. Por ahí he leído que alguno de los miembros de la Orden decía que era un pedazo de carne asada de cerdo sobre una cama de tortilla, pero los toledanos de toda la vida no se ponen de acuerdo cuando les preguntas. Según con quién hables, las magras eran una tortilla de patatas con una loncha de jamón cocido encima, o un huevo frito con jamón serrano tapándolo, o la tortilla con un filete. En la Venta de Aires siguen sirviéndolas y consisten en dos finas tortillas de patata con lomo de orza emparedado. A saber cuáles son las autenticas magras a caballo degustadas por la Orden de Toledo pero, dado que las únicas que han sobrevivido hasta nuestros días se sirven en el que fue su restaurante fetiche, usted tampoco tendrá más elección.
Le dejo en compañía de Alberti: «El doctor José Luis Barros llegó a Toledo una tarde. / Viene para recordar, / y entra en la venta de Aires. / Se sienta muy solo y mira, / y a su lado no ve a nadie. / Luis Buñuel no viene ya, / ni sombra que lo acompañe. / Dalí pintó en aquel muro / a los amigos que antes / allí venían. La cal / les ha borrado la imagen. El doctor José Luis Barros, triste, de Toledo parte».